Félix Rodríguez, que heredó de su abuelo unos terrenos ahora bajo la ceniza en las proximidades del nuevo volcán de Cumbre Vieja, no ha podido acceder a sus propiedades. Para él tienen no solo un valor económico sino sentimental, y por eso afirma que si no las vendió antes de la catastrófica erupción, cuando le ofrecían un buen dinero por esa finca, ahora tampoco quiere que se la expropien.
Solo ha podido ver su finca a través de una pantalla de televisión y con un dron, un día en que le acompañaron dos agentes de Medioambiente y dos miembros de Alfa Tango. “Yo pensé que me iban a llevar hasta mi finca, en la que no piso desde agosto del año pasado; pero sacaron un dron, me pusieron una pantalla grande y eso fue todo”, se lamenta, pues además “los científicos sí pueden ir pero yo no puedo entrar”. “Soy propietario y no lo soy porque por lo visto no es mío; ya no se sabe de quién es; yo lo tengo en una escritura pública y registrada pero por lo visto es como si no tuviera nada porque no puedo acceder ni acompañado”, expone, resumiendo el estado de incertidumbre que sufre.
Él no se opone a que se aproveche la zona para el turismo como si de un nuevo Timanfaya se tratase, pero resume con claridad cuál es su pretensión: “Yo no quiero que me expropien, sino que el pastel no se lo coja uno solo sino que participen los dueños de los terrenos. No tengo interés ninguno ni en regalar ni en vender mi finca”.
Y es aquí donde surgen los recuerdos, como si desde el suelo que pisa ascendiera la sabia de los antepasados: “Esa finca me la dejó mi abuelo y he tenido mil ofertas para venderla, me la pagaban bien en su época, pero no la he querido vender”.
Félix se emociona, se le entrecorta la voz y derrama unas lágrimas, cuando cuenta lo que le ocurrió a su abuelo: “Esa finca esa fue su muerte. Era un hombre mayor, vino en la época cuando la uva estaba madurando y había muchos lagartos en un montón de sarmientos; y para evitar que se comieran las uvas se le ocurrió darle fuego a esa leña; lo hizo inconscientemente, y como era verano, se metió aire de abajo y se propagó el fuego por la hierba seca. Se quemó brazos y piernas tratando de apagar las llamas, pero cuando vio que el fuego era más valiente, se dijo: ‘Esto está perdido’, y se fue caminando a Tajuya y allí estaba el guardamontes esperándole».
Mi abuelo nunca se había visto enredado en problemas con la Justicia; así que recapacitó y se dijo: ‘Este es el final mío, pues lo mío no alcanza para pagar los daños que he creado’. Le entró una fuerte depresión y al año y pico murió de eso, por la pena”
El emotivo relato de Félix envuelve la conversación de los sentimientos más nobles del ser humano. Y concluye, tragando nudos, su remembranza: “Cuando la erupción de volcán de San Juan, este abuelo mío perdió una finca por la lava, y otro abuelo también; yo tuve más suerte que ellos, el volcán no se llevó mi finca, solo está sepultada”.